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    CURRICULUM LUNAR

    Aprendí a escribir con cuatro años. Probablemente no me haya enfrentado en mi vida a un aprendizaje más costoso. No puedo acceder a recuerdos de esta época, tan sólo rozo sentimientos, imágenes, esfuerzos y temores. Al aprender a escribir se manifestó, por primera vez, mi dislexia. Mi primer intento de comunicación con el mundo por la palabra escrita se topaba con una tremenda incomprensión. Todos veían los símbolos con los que se podía expresar lo hablado, lo pensado y lo sentido, justo al revés de como mi instinto me llevaba a plasmarlos.

    Los mecanismos inconscientes, es decir, naturales, espontáneos, sin tamizar, que hacen brotar en una niña de cuatro años una aguda dislexia pueden haber sido estudiados por la psicología, más yo poseo el conocimiento verdadero de haberla sentido, de vivir con ella, de luchar contra ella, de sucumbir a ella, en tantos y tantos aprendizajes de mi vida.

    La dislexia es una rebeldía, una llamada de atención, una exigencia a la sinceridad, un espejo de la realidad invertida que una mente clara e inocente observa en el complejo mundo de espejismos en el que los humanos nos movemos. Este es su origen. Después se convierte en una enfermedad, en una discapacidad, en una tara, en un error que ha de corregirse para que todos los espejismos queden superpuestos en un orden preciso, de izquierda a derecha, desde abajo hacia arriba, siguiendo una racionalidad limpia del sentir aleatorio e incontrolable.

    Una niña, antes de los cuatro años, comprende infinitamente más de lo que es capaz de expresar con palabras. Cuando todavía no sabe cómo emitir un solo sonido codificado, percibe toda la realidad que queda oculta una vez se aprende a hablar. Antes de los cuatro años quedan en mi memoria rostros, expresiones, percepciones sutiles en mi piel, telarañas invisibles rodeando mi cuerpo, para los que no tengo palabras porque cuando los percibía ‘la palabra’ no era para mí una herramienta. Me comunicaba con el mundo llorando, riendo, jugando, exclamando, sonriendo. El mundo me respondía con palabras que contradecían las expresiones, con mimos que camuflaban las tensiones. Yo veía más allá de lo que se me mostraba y sentía mucho más de lo que se expresaba. Cuando aprendí a hablar comprendí que todo lo importante que yo había percibido, sentido, experimentado, carecía de una correspondencia en símbolos sonoros con los que nombrarse, me sentí ahogada.  

    Accedí al colegio con la ilusión de encontrar en el aprendizaje una forma de expresión que complementara la parca de la palabra. Al aprender a escribir soñé que en esta forma se encerraría el modo de explicar pausadamente todo lo que no acertaba a exponer salvo llorando, rabiando o enfermando.

    Yo quería aprender pero en el colegio se enseñaba a camuflar el verdadero conocimiento. Mi frustración se hizo inmensa, la rabia terminó dominándome, mi incapacidad cercándome y brotó mi dislexia. Fue la única forma que mi espíritu contraído encontró para demostrar que lo que me rodeaba era una mentira, es decir, una verdad invertida. Y la realidad comenzó a pasar por mi mente como si un espejo la reflejara, dibujaba las casas con el techo en su base, trazaba las letras al revés, quería comenzar el renglón por donde debía acabarse. Me rebelaba contra el orden establecido con un instinto tan fuerte que se transformó en un sentir incontrolable. Sufría mi propia rebelión porque yo quería entrar en ese mundo invertido sin tener que caminar boca abajo. No encontraba la forma.

    Llamaba la atención con mi dislexia, como otras niñas la llaman con sus gritos, sus travesuras, o incluso con su obediencia sumisa. Me regañaban, la maestra me gritaba, me trataba de inútil y la única explicación de por qué la casa tenía el techo opuesto a como yo le dibujaba era un “está al revés, no lo ves, es que no lo ves...”, con un sentir iracundo modulado por una voz comprensiva.

    Recuerdo unos ojos atravesándome, expresando un dolor impreciso, proyectando un odio ininteligible: los ojos de la maestra al contemplar mi pizarrín con todos los trazos invertidos. Yo sufría pero me aferraba a la valentía innata de mi infancia y volvía a dibujar al revés, en busca de una explicación verdadera para una mirada incomprensible.

    La maestra, los vecinos, los mayores..., me hablaban con cariño en su voz pero yo sentía la ira en sus rostros, veía la rabia en sus ojos, percibía la tensión en sus cuerpos. Yo no sabía expresar lo que me pasaba pero en mi mirada pedía una explicación sincera para un mundo indescifrable, en el que todo se manifestaba al revés de como se sentía.

    Quizás el mayor desacierto de aquella época dolorosa de mi primera infancia fue el no sentirme nunca inferior respecto a los mayores, me sentía una igual aunque no tuviera las palabras adecuadas ni las formas aprendidas para exigir que me miraran, me hablaran y  me trataran con la misma sinceridad, natural e instintiva, con la que yo me manifestaba ante mis iguales.

     Mi madre me protegía como una loba pero me ocultaba el significado del último brillo de su mirada, amargo e incomprensible. Mi padre forzó su racionalidad hasta sentir que lo había descendido al nivel de mi infancia y me explicó la forma de corregir mi dislexia, diciéndome:

    - No es que tú lo veas mal, o lo hagas mal, es sólo que el resto del mundo lo ve al revés y tú tienes que escribir para que los demás te entiendan...

    Corregí mi dislexia, aprendí a simular mi sentir al mismo tiempo, como hacían los demás, para que los demás me aceptaran, sabiendo que eso no significaba que me comprendieran. Aceptando que para ser querida y admitida tenía que convertirme en una imagen invertida de mi propio ser.

    Corregí mi dislexia pero no la sané. Siempre la atormentante duda de cómo lo verán los demás, de dónde tendré que poner el tejado de la casa, de en qué orden deberán escribirse las letras para que formen una palabra que refleje un sentimiento que corresponda con un pensamiento aceptable.

     

    ***


    Alguna vez, en algún libro, leí que la dislexia es la consecuencia de una conexión errónea, o un flujo invertido o coartado, entre los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro, algo así como un cruce de cables entre el sentir y el razonar.

    He forzado mi vida hasta el límite prohibido de la muerte para convertirme en un ser razonable. En esta perversión contra mi existencia, he aprendido a leer, a escribir, he obtenido un titulo de ingeniería, he aprendido a conducir, he aprendido a sonreír a los que me provocaban ira, he llegado a reír con lo que suscitaba en mí el llanto, he llegado a ver amor en el odio, he medido mi satisfacción y mis logros por la envidia ajena vestida de admiración, he fijado la derecha en la diestra y la izquierda en la zurda; y, de vez en cuando, todo el montaje se ha desmoronado y mi dislexia infantil se ha agudizado haciéndome caer enferma cuando sentía en mí la fuerza de la salud lúcida que mi sentir me provocaba. He experimentado la locura como única posibilidad para la coherencia de mis dos hemisferios cerebrales.

    El mundo como un inconmensurable enemigo, yo rendida a su poder, mi dislexia curada, la vida posibilitada en la muerte de la vitalidad que me conforma.

     Algo hay en mí que posee más fuerza que yo misma, que mi yo razonable, que mi yo diestro, que mi yo correcto, algo hay en mí: una escritora, un corazón, una ilusión, una vida. 

    Volviendo mi vida del revés, conectando sin miedo mis dos lóbulos cerebrales, siguiendo mi instinto, he venido a parar a una isla con luz propia: desembarqué un atardecer rojizo en la isla de Ibiza y comencé a escribir sin tener en cuenta mi dislexia.

    Escribo al derecho mi sentir invertido, es la razón de mi existir. No me doblegué a aprender el orden correcto de las letras ni su posición adecuada porque me hubiera rendido, ahora puedo reconocer que supe que en ese esfuerzo se encerraba la posibilidad de mi existencia. Algún día podría decir lo que realmente expresaban los ojos de la maestra, algún día podría colocar las cosas en su sitio, sólo tenía que aprender la forma en que los demás pudieran contemplarlo.

    El día está próximo y brota de nuevo mi dislexia. El mundo ha de reconocer como posible la inversión de una realidad que se contempla reflejada en espejos. El mundo tiene que leerme y mi dislexia desaparecerá, extinguida en el proceso opuesto en el que se originó, neutralizada por una realidad compatible.

    Siento el escalofrío del miedo, el dolor agudo de la duda, la cobardía espeluznante de la inseguridad, temo no ser posible como escritora aún cuando siento que realmente es para mí el único trabajo sano y que mis escritos son la productividad que el mundo de mí necesita.

    Mi currículum es el viaje de un sentimiento. Un trayecto que comenzó en un colegio y que ha de concluir en el estante de las librerías. Un sendero que partió de una rebeldía y que ha de acabar en el corazón de los rebeldes. Un caminar enérgico que dio un primer paso opuesto para, muchos años después, permitir el avance sin sentido prefijado ni dirección definida de los que leyéndome me hagan sentir con los pies en la tierra y el cielo en lo alto, arriba, justo donde el tejado de la casa está, estaba y estará.

    El mar erosiona la tierra allá donde se adentra, como en esta cala frente a la que escribo. La tierra emerge en el mar en esta isla. Yo me he sumergido hasta los fondos abismales de mi contradicción, la dislexia ha erosionado mis aristas hasta hacer mi sentir redondo, y ahora tengo que emerger para contemplar la razón inequívoca del cielo. El mundo parece seguir diciéndome que he de permanecer sumergida, buceando por la realidad reflejada del pragmatismo que me contradice, que he de buscar un trabajo cuya finalidad sea el dinero que posibilite mi existencia y de razón a mi esfuerzo. Mi dislexia brota con fuerza en un remolino creciente, giroscópico en su fuerza, que me sube y me sube en la búsqueda de una solución a mi conflicto.

    Ya no soy una niña que aprende a escribir, ni una adolescente que aprende a vivir, ni una adulta que aprende a representar, ahora soy yo. Ha llegado el momento en que sin ira pueda hacer comprender, a esa maestra que me ha juzgado siempre, que lo importante no es que el tejado de la casa esté arriba o abajo según una referencia única, que lo importante es sentir que se está en el hogar porque hay un cielo y una tierra entre cuyos límites inconcretos una puede desplazarse, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de abajo a arriba, de arriba a abajo, en círculo o en una trayectoria nueva e irrepetible.

    Alzo mis ojos hacia arriba mientras siento que mi mente vuelca su mirada hacia el interior profundo de mi alma, en la búsqueda de mi sueño que es mi realidad, que es mi posibilidad. E imploro al cielo para que surja el milagro, mientras grito desde mi centro aposentado en la tierra, para que no se invierta la seguridad que en mí brota de que todo acontecerá como yo deseo, porque mi deseo ya no es reflejo.
    Y me siento tan humilde que la dislexia de la realidad me transforma en grandiosa. Pienso con el corazón y siento con el cerebro. Y escribo con mis manos, con las dos sobre el teclado, no soy diestra ni zurda, pero puedo construir un orden compatible entre yo y el mundo a través de lo que escribo.

    Este currículum no es una servil petición sino una humilde exigencia.


    Genoveva Valdivia Palma
    Cala Vadella, 4 de Febrero de 1997
    Luna Genovés, Valencia 2007



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